Lo que no dijimos. Lucía Goyarán
El teléfono viene sonando hace unos minutos. Dejé de contar la cantidad de llamadas cuando pasaron a ser dos cifras.
Estoy sentada en el suelo de mi habitación. Me siento una nena a la que le pesan las desgracias más ínfimas. Sin embargo, ya no soy esa nena, y lo que me pesa es una muerte. Prometí no decir nada sobre esto, pero llevo callando tanto tiempo que algo dentro de mí comienza a pudrirse con el secreto.
Hace muchos años tuve que encerrar a la adolescente casi adulta que fui para que no hablara nunca más de lo que había visto. Exactamente nueve años. El tiempo sigue sumándose sobre el suceso, pero no como una capa más de polvo sobre el recuerdo, sino como un recordatorio de que aquello pasó, una confirmación. Esta memoria fue creada para ser rememorada todos los días, para clavarme en el pecho el hecho de que existió y que no se puede borrar.
Me canso de escuchar el sonido de mi celular y atiendo la llamada. No quiero hablar con nadie, pero escucho la voz del hombre y no puedo cortar desde que me llamó por mi nombre y apellido. Aprieto más fuerte los dedos que rodean al celular cuando nombra a mi hermana. Sólo unas palabras sobreviven en mi memoria cuando la llamada termina. Entonces sé que hubo una muerte y que la protagonista fue una de las personas con las que hace nueve años exactos dejé de hablar pensando que sería para siempre.
Al principio sólo hay lugar para la ira, el dolor no tiene cabida en este hueco que se me hace en el pecho.
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