La infancia de Hernán Ernesto Cohen transcurre entre la pena por perder a su mamá en un accidente de tránsito, el apoyo de su tía Sarita para tocar el clarinete y las ausencias de un padre comprometido con la militancia política.

Su esposa y familia son comerciantes para quienes el dinero es el indicador de éxito; por su desinterés, lo consideran un inútil pese a haberse graduado de psicólogo. Diariamente deambula entre la recepción y la cocina del Centro de Salud Mental cuyo director no le deriva pacientes. Su propio terapeuta se aburre por no percibir avances ni retrocesos en las sesiones que tratan de moderar sus excesos de empatía.

Un par de frases de Lenin, que lee fortuitamente mientras orina en el baño de la librería de su hermano, perturban al licenciado Cohen.

“Solución. Actuar. Organizar. Revolución”

Envalentonado, asume el desafío de coordinar una terapia grupal sobre pánicos. La remisión de los casos lo convocan para exponer en el congreso de psicología. Se esfuma justo antes de comenzar su conferencia.

Pocos indicios, algunas sospechas. Cohen no aparece…