CAPÍTULO PRIMERO
LOS PRIMEROS DÍAS EN BAGDAD
La tarde del 9 de Marzo de 2003, transcurre plagada de incertidumbre en la Ciudad de Bagdad ante la posibilidad cierta de un ataque angloamericano.
Las dos caras, visiblemente opuestas, del régimen del dictador salen a la luz con abrumadora nitidez.
Los pudientes huyen en masa o al menos envían a su familia a Jordania o los Emiratos árabes e incluso a Siria, mientras los menesterosos sólo se pueden cavar trincheras, que quizá terminen siendo sus propias tumbas.
Los Iraquíes sienten cada vez más cerca el impacto de las bombas americanas que no tardarán en llegar si no ocurre algún milagro inesperado.
Ha quedado Atrás, el pedido de “varios meses más” del jefe de los inspectores de armas de la ONU Hans Bilx para cumplir adecuadamente su labor.
Incluso, los reiterados llamados telefónicos, faxes y e–mails que atosigaron a los Senadores y al mismo Bush para decirle “No” a la guerra van resignándose a lo que parece ser irremediable.
Ni siquiera la rebelión parlamentaria que sufrió Tony Blair, con los 140 diputados que votaron por la moción que decía que las pruebas para iniciar una guerra era inexistentes parece ser suficiente para evitar una invasión anglo–yanqui al territorio Iraquí.
Vienen a mi memoria, algunas partes del discurso de Saddam Hussein del día 26 de Febrero, quien después de 13 años apareció en televisión para la cadena CBS (Cadena televisiva estadounidense)
El dictador dejó bien claro que prefería la muerte antes que el exilio, que jamás incendiaría sus pozos de petróleo y hasta desafió a Bush a un debate televisivo.
Recuerdo su frase “moriré en Irak y conservaré mi honor” y sus amenazas de enfrentar a los invasores hasta las últimas consecuencias.
Pero fundamentalmente me atormenta la respuesta relacionada con la destrucción de los mísiles “Al Samoud” solicitada por los inspectores de la ONU.